lunes, 30 de noviembre de 2009

AMOR HUMANO, AMOR DIVINO

En el comienzo de los tiempos, cuando todo era eternidad, hubo una vez un ángel, tan hermoso y perfecto, como sus hermanos; que se enamoró de la creación de su Señor.

Este Ser fue testigo, del origen de los mundos.
Pudo ver como emanaban de su Señor, las corrientes divinas, de fuerzas creadoras.
Una de ellas expresaba sus cualidades de manifestación, y en su danza los mundos fueron creados, con perfecta belleza.
Era la Madre Cósmica, dando a luz al universo.

Otra corriente, inoculó de amor inteligente, cada átomo, cada célula y cada elemento, que componían esa maravillosa obra de arte.
Era la marca del Padre, la chispa divina que animaría la creación, la impulsaría hacia su evolución y haría que nunca lo olvide.

Las corrientes de energías, como rayos multicolores, recorrían todo lo creado; otorgando color, aromas, luz, sonido, armonía y diversidad.

Pero todo lo que emanaba de El, a El mismo retornaba. Nada quedaba fuera, sino que todo permanecía en El.
Porque todo era El.

Luego hubo quietud, y el ángel pudo ver, la mirada de su Señor, amparando la vastedad del Universo.
Estableciendo sus leyes, impregnándolas en el éter.
Concediéndole eternidad y prosperidad.
Los ángeles, como hermanos mayores, serian los custodios, de todo lo que acababa de nacer.
El tiempo comenzaba su existencia.
Fue entonces que aquel ángel, comprendió, que todo lo que estaba presenciando era el desborde del amor de Dios...
Que tenía un propósito, y quiso vivirlo, experimentarlo.
El ángel hizo su pedido, y muchos hermanos pidieron acompañarlo.
Como el más amoroso de los padres, el Señor bendijo su partida, como sabiendo que esto ocurriría.
Besó a cada uno de sus hijos amados, otorgándoles dones; que como preciosos regalos deberían descubrir con el tiempo.
El Padre vio descender a sus hijos, y guardó una promesa en su corazón, sabiendo que algún día vería su regreso.
Ese sería un día de gloria para toda la creación.

Una nueva madre los recibiría en su seno y les daría los elementos necesarios para su encarnación.
La madre tierra haría visible sólo una parte de ellos, la otra mitad de su ser siempre pertenecería al Padre.
Algo más nacía con ellos, la dualidad y el olvido.
Dos condiciones, que los acompañarían en su peregrinaje, hacia la conciencia del existir.
Cada una de ellas representaba la mayor clave, el mayor desafío, y la más divina posibilidad.
Las dos impulsarían la búsqueda, sacándolos de la inercia, los llevarían a la experimentación.

La dualidad, crearía la primera necesidad, que un ser humano puede sentir, la de amar y ser amado. La necesidad del complemento, que los haga sentir completos plenos, uno.
También produciría el cansancio.
Cansancio de oscilar entre los opuestos; placer y dolor, plenitud y hastío, nacer y morir...
Necesidad de permanencia, el poder elevarse mas allá del péndulo y vivir en lo eterno.

El olvido traería consigo, el perfume más bello, La nostalgia.
Nostalgia de paraíso perdido, de hermandad con todo lo que vive.
Nostalgia del amor del Padre.
Nostalgia de Amor.
De un estado del ser, en el que todo es plenitud, todo es abarcado y nada queda fuera de sí mismo.

Así comenzaba la gran aventura, la gran misión de la familia humana .
Amparados, protegidos, guiados y sostenidos por la fuerza mas poderosa que existe: El Amor.

Aquellos seres perfectos en su origen, recorrerían un derrotero, edad tras edad, dejando una estela de luz para sus hermanos. Abriendo compuertas de ascensión.
Marcando el camino de retorno a la casa del Padre.
Siguiendo el perfume de aquel Amor, sus conciencias se irían expandiendo para poder albergarlo.
Por El serían bautizados.
Por El serían perdonados.
Por El serían transfigurados.
Y por El serían, finalmente Liberados.
Liberados de su promesa sagrada.
Volverían a casa, habiéndolo dejado todo de sí y sabiendo que todo, absolutamente todo, lo vivido permanecería con ellos eternamente.

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